La reflexión entre cine e historieta – es decir, entre dos lenguajes que se han ido construyendo en una cercanía ambivalente y mutable con los géneros, hasta el punto de ser confundidos con ellos – no suele ir más allá de ciertas cuestiones que tienen que ver con la secuenciación. No es por nada: la secuenciación es la regla constituyente de este lenguaje según el paradigma norteamericano establecido por Will Eisner en su Comics and Sequential Art (1985). Ese título es un doble movimiento: primero, le otorga al cómic una dimensión artística; segundo, ese arte sólo puedo serlo a cambio de ser secuencial. Su relación con el cine es inevitable en un país que generó Hollywood, y que a su vez se ve una y otra vez reinventado por esa pata del trinomio éter/bomba/dólar (Hollywood, Washington y Wall Street). La historieta de aventuras realista tiene, después de todo, a su prócer en Milton Caniff, aquel que se decía dibujaba como construyendo un montaje cinematográfico.
Sin embargo, creo que la cosa es más compleja, sobre todo si se sale del paradigma hollywoodense – que, dicho sea de paso, tiene sus joyas innegables -. Pongamos por ejemplo Ida, reciente ganadora del Oscar a la mejor película extranjera, y eso a pesar de ser una gran película –y si no compárese con su competidora argentina, Relatos Salvajes -. Esa secuencia inicial puede descomponerse perfectamente en viñetas, y mantener su potencia. No hablo sólo del storyboarding, o de cómo la historieta ha tomado recursos de planos y montaje para su secuenciación (Groensteen lo decía: dejemos el montaje para el cine, a nosotros nos corresponde la puesta-en-página, la mise-en-page). Me refiero a la utilización de un elemento clave que suele pasar desapercibido: el silencio.
Masotta hablaba de esos “paisajes lunares” que son las viñetas y paneles de/en una historieta. Claro, el cine tiene al silencio como opción, la historieta no puede hacer otra cosa que tenerlo. La cuestión está en cómo usarlo, y creo que la potencia de Ida está sobre todo en lo que no se dice, en lo que se calla y pesa tanto, adquiere tanta materialidad, que distorsiona esos mismos cuerpos que encarnan el drama, los aplasta y nos aplasta. Ese recurso se vuelve una clase maestra en Ida, para el cine, para la historieta y sobre todo en cómo contar el Holocausto, la gran tragedia que implica para su posterioridad la imposibilidad de seguir contando las cosas como hasta entonces.
Para Deleuze, el gran parteaguas del cine era justamente: cómo contar lo incontable, narrar lo inenarrable. Andreas Huyssen se refería a eso como una especie de empate hegemónico entre el paradigma representacional (Steven Spielberg y su Lista de Schindler) y el antirepresentacional (Claude Lanzmann y su Shoah). El desempate, proponía Huyssen, era la propuesta de Maus de Art Spiegelman. Al cambiar el lenguaje, el paradigma dejaba de tener sentido, al menos el mismo sentido que había llevado en un primer momento a ese empate. La historieta consiguió ejemplos notables de cómo encarar lo intransferible de las experiencias humanas radicales: Persépolis de Marjane Satrapi, Palestina y Área Segura: Gorazde de Joe Sacco, incluso las biografías desgarradas del mismo Eisner. Habría que hacer una revisión de cómo en Argentina los historietistas encararon el quiebre histórico que implicó la última dictadura, qué se ha contado y callado, cómo se lo ha hecho, en dónde y por quiénes. Creo que está faltando una apuesta arriesgada en este sentido, aunque vale aclarar me hace falta una mejor lectura y reflexión sobre Tortas Fritas de Polenta de Bayúgar…
El silencio es sobrecogedor y nos toca muy de cerca: la escena del desenterramiento de la familia doblemente desaparecida señala exactamente ése momento que Juan Gelman retrotraía a la tragedia griega, en Antígona, donde un derecho básico de lo humano es poder enterrar a sus muertos. Lo que los secuestradores, torturadores, asesinos, apropiadores, colaboradores, cómplices habían hecho era romper con una de las bases de la civilización occidental, la misma que declamaban defender. En el caso de Ida, se pone en primer plano que el exterminio no comienza y termina en los campos de concentración, sino en la cotidianidad y su resentimiento de clase (aquella que hizo que los polacos cristianos se desentendieran, cuando no colaboraran directamente, del destino de sus vecinos judíos para recibir a cambio las tierras de los propietarios que nunca volverían a ellas). El crimen pequeño al interior del crimen más grande es, a fin de cuentas, el mismo espejo donde se mira la historia de un país. Y sus reflejos llegan a nosotros, nos conmueven, nos perturban, nos cambian, nos dejan con preguntas.
Volviendo al silencio o mejor dicho, al silencio de lo callado, es esa experiencia la que nos permite superar parcialmente la brecha de una cultura, un idioma y una historia que puede sernos en buena parte extraña y ajena (la polaca), pero que nos indaga como sujetos vivientes y por lo tanto, históricos, en un lugar del mundo que todavía tiene muchas preguntas por hacerse y maneras de buscar cómo plantearlas más allá de los paradigmas conocidos y desgastados e incluso contraproducentes. Scott McCloud, continuador teórico de Eisner, hablaba de la historieta como un arte sinestésico (de hecho el subtítulo de Understanding Comics es The Invisible Art), dado que se trataría de una experiencia estética particular donde recomponemos de manera mental y abstracta aquellos sentidos que son la recomposición física de la realidad. Aunque, si bien se mira, mente y cuerpo son la misma cosa y como proponía Roger Chartier: todo lector (y todo espectador) lee/mira con el cuerpo.
En el cine el silencio nunca es total, teniendo en cuenta que no se trata una película muda, pero sin embargo existe, como existe el silencio en la vida cotidiana sin que uno tenga la necesidad de ser sordo. Esa sinestesia se vuelve ejercicio de memoria histórica: ¿qué entiende uno en esos vacíos, esos gaps, las brechas que dejan las escenas entre sí y los cuerpos entre sí? ¿Cómo las llenamos? ¿Tenemos que hacerlo, podemos hacerlo? Ida es un gran interrogante respecto a eso. No nos muestra la tragedia en el momento mismo de su factura (pongamos la imagen de Auschwitz como figura conocida), sino sus pliegues, sus ecos, ahí donde hay más para escuchar que para decir. Sus silencios, en concreto, que se vuelven grito aunque nadie grite, y que nos ilumina hasta el punto de cegarnos.
Coda: En una escena maravillosa, Ida camina silenciosa al bar donde los músicos que han terminado de tocar disfrutan de un momento para sí. Están tocando “Naima” de John Coltrane (que sirve de sutil referencia temporal: el disco Giant Steps es de 1960). Es otro momento silencioso donde sólo hay lugar para la música y las miradas, sobre todo la de la joven que se va despidiendo del mundo de la carne y el deseo en su paso previo al matrimonio con Dios, y que mira al saxofonista con su cuerpo que aún no ha sido descubierto ni por ella misma. No está mal, pienso, que si uno quiere despedirse del mundo carnal, lo haga escuchando a Coltrane. Es parte de una experiencia religiosa.