American Horror Story funciona como un interesante ejemplo del gótico americano: una historia plagada de fantasmas, condenados a habitar la misma casa, víctimas de muertes violentas que se acumulan como capas sobre capas de crímenes simultáneamente pasados y presentes. Los fantasmas son fantasmas pero no por eso menos materiales – asesinan, lloran, tienen relaciones sexuales, discuten -. Esa materialidad fantasmagórica es el oxímoron sobre el cual la serie va construyendo su camino de descenso infernal. Hay factores comunes que atraviesan la historia de la casa embrujada. Es notable el de la familia: desde el doctor de las celebridades en la década de 1920 hasta la pareja gay que piensa en adoptar, concluyendo con la familia más reciente que habita – y sufre – su horror californiano. El hecho de estar en la tierra de Hollywood pone un toque de advertencia acerca de cuánto de criminal hay en la carrera por llegar al sueño americano, en la peor de sus versiones: la del ascenso social por sobre todas las cosas, dejando en el camino amor, finanzas, cordura y por supuesto, la vida. La infidelidad y la propiedad privada, dos grandes obsesiones estadounidenses, orbitan cada capítulo. Dios, sin embargo, permanece ausente, y los personajes pendulan entre la creencia en lo sobrenatural y la psiquiatría que todo lo explica en base a la catalogación individual del malestar y su tratamiento médico. La introducción funciona como arqueología del horror que desde el sótano expone los cimientos de la casa. Ese gótico-industrial debe en buena parte su fórmula a la participación del compositor Charlie Clouser – colaborador de Trent Reznor en Nine Inch Nails -. La sobria elegancia de las letras blancas sobre fondo negro no puede impedir que el horror escondido se haga presente, destruyendo el acetato, como un fuego que recorre la historia, devorando los cuerpos.